jueves, 8 de noviembre de 2012

Un viaje en el "Tren Burra"



Estación de San Bartolome, desde el Puente Mayor sobre el río Pisuerga
 
Una vez más he hecho el recorrido de Madrid a mi pueblo natal. Y como casi siempre, a la salida de Valladolid, he tenido que esperar a que pasara el tren. Es un tren familiar para los habitantes de estas aldeas, desvencijado, y de una lentitud tan exasperante que le ha valido el calificativo de “Tren Burra”.
Yo no sé lo que sería “el Burra” hace unos decenios, cuando aún era joven; pero en la actualidad, para mí –reconozco que no soy ingeniero de la Renfe-  no sé cómo “el Burra” se atreve salir a la calle cargado de viajeros y atravesar la campiña que se extiende de Valladolid a Medina de Rioseco, constituye un misterio preocupante.
Recuerdo que a la Estación del “Tren Burra” de San Bartolomé me dirigí una mañana de finales de Abril. Era Semana Santa. Hacía mucho calor, y temiendo la afluencia de gente, me personé a la taquilla con dos horas de anticipación. Pero no había más que unas pocas personas y, al parecer, todos familiares o viejos camaradas…, porque todos estaban hablando confidencialmente en un amplio corrillo.
¿Quién es el último, por favor? Pregunté.
¿Cómo dice usted?
Que quién es el último para sacar el billete.
Se me vuelve un hombre sanote, gordinflón; con una cara tan colorada y risueña que parecía un anuncio de propaganda de las grageas digestinas…, y enseñando unos enormes incisivos me dice:
Aquí no hay cola, señor. Aquí cabemos todos,  el “el Burra” no se llena nunca.
Me tranquilicé.
Después de dos horas me acomode junto a la ventanilla de un coche de segunda categoría, que era en “el Burra” la máxima. Era un coche viejo, aunque no muy sucio, con una estufa de carbón en el centro, como la que llevaban los carromatos de los húngaros o la que había en el Ayuntamiento de mi pueblo.
Eran las diez; la hora de salida. Pero la gente no tenía ninguna prisa por montar. La campanilla de la estación sonaba desesperadamente, pero en aquel corrillo parecían todos sordos.  El revisor aparece ubicado en el rectángulo de la portezuela lanzando dicterios y amenazas, pero nadie se da por aludido. Por fin arrancó, y solo entonces la gente comienza a despedirse…, corrían un poco y subían al tren ; un ciclista seguía recibiendo los últimos consejos de un anciano, que debía ser su abuelo…, nos persigue con su “Orbea”, la coloca sobre un vagón cargado de piedras y sube tranquilamente, sin que nadie quedara sorprendido por la hazaña.
Bueno, te digo, mis ojos estaban a punto de desorbitarse y ya estaba casi perdiendo el control de mis nervios. Iban a ser las once cuando “el Burra” de las diez se iba a poner seriamente en marcha. Ya estaba cruzando las planicies de Villanubla; los páramos, una gran llanura; toda bañada de sol en aquel mediodía caluroso. Unos hombres estaban tendiendo una línea de alta tensión; y al contemplarlos desde la ventanilla de aquel tren de película, con sus sombreros de pajas, en mangas de camisas, encaramados en aquellos gigantescos postes metálicos, daban ganas de gritar: “¡Eh Wali! ¿Hay petróleo…?
En estas llanuras se paró el tren. Me baje y vi al maquinista con una aceitera primitiva, dispuesto a engrasar algo… Me quedé aterrado.
Volví a subir, mientras un apetitoso olor a tortilla de patata había invadido el vagón. Aquellas gentes  estaban comiendo su merienda. Una botella de vino corría de mano en mano, sin escrúpulos; en cada Estación bajaban a repostar.
Aquello se hacía interminable. Nadie podía calcular la hora en que llegaríamos. Tenía que enterarme.
Al revisor me lo encontré en su garita. Era todo un poema: zapatillas blancas, pantalón de color…, indefinido, tal vez de color nogal, con dos remiendos gemelos, en las rodillas; las mangas de la camisa levantadas hasta el codo y una gorra… ¡que gorra, madre mía! Sucia, grasienta, repugnante…, con unos bordados de los cuales, haciendo un acto intenso de fe, podríamos creer que un día fueron dorados. A él me dirijo.
¿Es usted el capitán de este convoy…?
Recibe mi pregunta con una sonrisa amplísima que hace caer de sus labios una colilla apagada…
-Para servirle- me contesta complacido pero sin moverse de su asiento.
Pues dígame “capitán”. ¿Cuándo llegaremos a Medina de Rioseco?  
El hombre seguía sonriente. Le agradaba aquello de “capitán”. Yo también me sonreí, pues, sin duda por esos enlaces asociativos de imágenes, recordé al capitán de aquel cascarón de bote, “la Reina de África”, y a Humphrey Bogart. Y me dije: lo mismo que él.
Creo que llegaremos dijo al fin, dentro de media hora. Allí puede usted comer tranquilamente, y después, si le gusta el arte, admirar bellos monumentos.
¿Monumentos?
Simulé curiosidad, aunque ya conocía aquellas joyas, me interesé escucharlo de los labios de aquel revisor.
¡Oh! Sí; debe usted saber que Rioseco es la ciudad de los Almirantes de Castilla: La India chica la llaman por sus ferias famosas. Tiene usted que ver la iglesia de Santa María, toda de piedra “mu” antigua y “mu” fría en invierno…
¡Ah! -Le corté indiscretamente- . Es una de estilo de transición, con notas platerescas y barrocas, ya recuerdo. Tiene una maravillosa reja en el coro y dos altorrelieves de San Pedro y San Pablo: la famosa capilla de los Benavente y una bellísima Custodia de Arte…
Sí, sí; eso es. Pues tiene usted que verla. Pero ahora dispénseme; tengo que ir a picar, porque ya estamos llegando.
Y haciendo con sus labios un gesto, como si hubiera chupado un limón verde, se marchó.  
Por fin llegamos. Y tuve que pasar la tarde en Medina de Ríoseco, y una vez más admiré sus monumentos.
La iglesia de Santa Cruz, imitación de la de Jesús en Roma. Con una pieza gótica 1518, una cruz procesional del siglo XVI y un frontal de plata maciza de valor incalculable. La iglesia de Santiago, comenzada en 1548, renacentista, pero de líneas góticas, con fachada herreriana y plateresca; y ábside que es una de las mejores muestras del Renacimiento español. La iglesia de San Francisco, de retablos platerescos, con unos barros cocidos y policromados de Juan de Juni…
Todo bellísimo. Todo como una justa recompensa a un viaje desagradable en el “Tren Burra” de Medina de Ríoseco.
Paulino Castañeda Delgado
 
 
Nota historica:
El“Tren Burra” que circuló entre 1884 y 1969 de Valladolid a la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco.
Esta concesión fue adquirida por la “Compañía del Ferrocarril Económico de Valladolid a Medina de Rioseco”, empresa creada en Barcelona el 28 de febrero de 1881. El Banco de Cataluña se encargó de financiar la construcción de esta línea. La inauguración del servicio tuvo sucesivos retrasos, efectuándose finalmente el 13 de septiembre de 1884.
Inaugurado en 1884, uniría la estación de San Bartolomé en Valladolid con Media de Rioseco a través de 40 kilómetros. Más tarde se amplió hasta la estación de Campo de Béjar (cerca de la estación del Norte de Valladolid) en 1890 a través de las calles de esta ciudad. Este último tramo fue clausurado en 1952 por el peligro que suponía la circulación de trenes por las calles vallisoletanas.
Se mantuvo para el tráfico nocturno de mercancías hasta 1961, momento en el que se produjo la clausura y desmantelamiento del tramo urbano de la línea, desde San Bartolomé hasta Campo de Béjar. En el solar de la estación de Campo de Béjar se levanta hoy la Estación de Autobuses de Valladolid.
El 1 de junio de 1969 se decretó su cierre, que se produjo finalmente el 11 de julio de 1969 fecha del último viaje de este tren, que pervive en la memoria de muchos habitantes de Tierra de Campos.
Durante la década de los cincuenta y sesenta atrajo la curiosidad de aficionados europeos y norteamericanos que recorrieron Tierra de Campos tomando instantáneas de uno de los últimos trenes a vapor de Europa. Entre ellos, Trevor Rowe, que escribió un libro sobre este tipo de trenes en España Narrow Gauge railways of Spain, con un material gráfico muy interesante.
Este tren es, hoy en día, un efímero recuerdo, de los castellanos mayores, aún se mantienen en pie algunas de sus estaciones, pero muchas de ellas en estado ruinoso. Eran de ladrillo y tenían una misma planta. En todas había un muelle cubierto y otro descubierto, con una grúa giratoria y un puente/báscula.
En invierno, cuando nevaba, era preciso echar tierra en los raíles para evitar que las ruedas patinaran con lo que el viaje cobraba una dimensión aventurera de final incierto, aunque por lo general feliz.
El desplazamiento desde Valladolid a la estación de Medina de Rioseco, venía a durar una hora y media. Las paradas obligadas del trayecto eran las dos de la capital, Campo de Béjar y San Bartolomé, y las de Zaratán, Villanubla, La Mudarra y Rioseco, además de dos apeaderos, Torozos y Coruñeses, que eran discrecionales.
El trenecillo se detenía si había viajeros o previsión de que pudiera haberlos, de modo que la hora de llegada era siempre aproximada. Durante estos años, Ríoseco cuenta con las dos estaciones ya mencionadas, la de Abajo, también llamada "del Carmen", por la cercanía de un convento de monjas, y posteriormente también bautizada como Ríoseco Tránsito V. R.; y la de Arriba, que también es conocida como Ríoseco San Juan o Ríoseco Castilla.

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